Casi todas las grandes ciudades romanas tenían un anfiteatro, un edificio redondo y descubierto donde los gladiadores, que solían ser esclavos o criminales condenados, luchaban a muerte para divertir a la multitud. Estos espectáculos eran costeados por los gobernantes de Roma, que invertían grandes sumas en ellos para ganar popularidad. Para el pueblo eran la ocasión para compartir con su emperador una excitante experiencia, y para el emperador la de mostrar su poder, ya que era él quien decidía si un gladiador vencido debía morir o vivir.
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